Cuando un hombre empieza a aprender, nunca sabe lo que va a encontrar. Su propósito es deficiente; su intención es vaga. Espera recompensas que nunca llegarán, pues no sabe nada de los trabajos que cuesta aprender.
Pero uno aprende así, poquito a poquito al comienzo, luego más y más. Y sus pensamientos se dan de topetazos y se hunden en la nada.
Lo que se aprende no es nunca lo que uno creía. Y así se comienza a tener miedo. El conocimiento no es nunca lo que uno se espera. Cada paso del aprendizaje es un atolladero, y el miedo que el hombre experimenta empieza a crecer sin misericordia, sin ceder. Su propósito se convierte en un campo de batalla.
Y así ha tropezado con el primero de sus enemigos naturales: el miedo. Un enemigo terrible: traicionero y enredado como los cardos.
Y si el hombre, aterrado en su presencia, echa a correr, su enemigo habrá puesto fin a su búsqueda.